miércoles, 3 de noviembre de 2010

Insomnio (apócrifo de Saramago)


De no ser por su prolija formación humanista y el profundo conocimiento de las lenguas clásicas, fruto no sólo de un adecuado adiestramiento universitario sino también del estrecho contacto personal que mantenía con el vetusto profesor Ramírez, catedrático jubilado de latín y griego y que en sus tiempos mozos llegó a combatir en las filas del ejército republicano, Arturo Rubiales, antiguo abogado en ejercicio que ahora ocupa el ilustre cargo de secretario del ayuntamiento de la capital, nunca habría comprendido la correcta etimología de la palabra insomnio.

Como quiera que llevaba tiempo dedicando escasas horas de la noche al sueño, y sabiendo que es la noche el momento idóneo que la naturaleza ha colocado para que los humanos repongamos fuerzas y dejemos que todos nuestros traumas se ejerciten convenientemente durante el letargo, siquiera para no importunar al psicólogo austríaco, estaba indagando sobre lo que para muchos es una patología molesta pero que a él se le antojaba como una suerte de bendición divina, que le procuraba una porción de vida de la que no disfrutarían quienes ocupan esas horas en dormir plácidamente, a pierna suelta como suele decirse, si bien es cierto que ninguna extremidad inferior llega a sufrir cambios de ese tipo, por mucho que la sabiduría popular exprese lo contrario.

Así las cosas, el secretario Rubiales aprovechaba horas de oscuridad nocturna en releer una vez más a los clásicos, o en preparar alguna comida laboriosa con la que disfrutar al día siguiente, pues es sabido que los rigores del horario laboral de la modernidad han trastocado los hábitos alimentarios de la plebe, impidiendo en muchos casos la elaboración pausada de algunos platos, como los que las abuelas solían preparar antaño y que ya sólo forman parte de los recuerdos menos borrosos de la infancia. Incluso a veces caía en la tentación de dejarse llevar por toda la programación televisiva, que en esas horas de sopor y somnolencia acumula un sinfín de ofertas de productos superfluos e inservibles, pero que poco a poco, con la insistencia que otorga el paso de los días, Arturo Rubiales había ido acumulando sin ninguna intención concreta, pero que le producía una enorme complacencia, en la medida en que la colección había llegado a tales proporciones que le parecía ser una especie de museo sobre la estupidez humana.

Resulta obvio que el madrugar, actividad que despierta la pereza en no pocos de nosotros, era para el secretario una rutina carente de importancia, y solía ser de los primeros en personarse en las estancias municipales, saludando a su entrada al conserje de turno, que por obligación reglamentaria es quien abre las puertas de la casa consistorial, y despertando de paso numerosos rumores sobre el extremado celo que don Arturo tenía para la cosa pública y que ya habían adquirido la categoría de principio incuestionable de una personalidad tan recta.

Lo cierto es que nadie dudaba de su dedicación profesional, incluso algunos empezaban a sospechar que no era tan elevado su salario como siempre habían pensado, pues nadie estaba dispuesto a dedicar a su trabajo más horas de las que establece el reglamento, y sin necesidad de ausentarse ni un momento, bien para otorgarse un refrigerio o para solucionar asuntos personales, práctica esta que constituye parte importante del cometido de numerosos funcionarios públicos. De manera que el señor Rubiales, a eso de media mañana, que es cuando menos trasiego tienen las dependencias públicas, aprovechaba para abrir el armario de los expedientes más antiguos, guardados siempre bajo llave, y extraía un voluminoso almohadón de lino blanco, con puntillas bordadas en sus extremos, retiraba los papeles del escritorio y, una vez allí colocado, dejaba descansar su cráneo y su consciencia, sumiéndose en un desmayo prolongado que le permitiría, un día más, dedicarse a las placenteras actividades nocturnas que más arriba relatamos.


1 comentario:

Antonio Cabello dijo...

José María ¿de dónde has sacado esto?¿es tuyo? Muy bueno.